George Murray Levick jamás sospechó que en la gélida región de Tierra Adelia
iba a encontrar uno de los descubrimientos más tórridos de la zoología.
El
científico y explorador llegó hasta aquella región de la Antártida como miembro
de la expedición que entre 1910 y 1913 dirigió el capitán Robert Falcon Scott,
una aventura polar que acabó costándole la vida a Scott y a buena parte de su
tripulación. Sin embargo, no fueron las brutales ventiscas durante los meses de
aislamiento lo que más impactó a Levick. Ni siquiera la experiencia de ver a sus
camaradas consumirse por los estragos del frío y el hambre. No, lo que más
espantó a su moralista y victoriana mirada fue la visión de las costumbres
sexuales de los pingüinos.
Con todo, su espíritu científico –no exento de cierto voyerismo- parece que
pudo más en él que su repulsión. Lo cierto es que es Levick fue describiendo con
todo lujo de detalles los hábitos eróticos de los pingüinos. De hecho, su
estudio ocuparía buena parte de su tiempo mientras esperaba ser rescatado,
durante el verano antártico de 1911-1912. En su cuaderno fue describiendo
prácticas que consideraba moralmente inadmisibles como la homosexualidad, o
comportamientos tiránicos por parte de grupos de machos como violaciones y
acosos pedófilos a las crías. Pero la perversión que resultó más insoportable
para sus ojos fue el hábito de copular con cadáveres de hembras, al confundir
algunos machos la hierática quietud de aquellos cuerpos con la sumisión a sus
deseos eróticos.
Sin embargo, el puritanismo acabó pesando más en el doctor Levick que su afán
divulgativo. Por eso el científico omitió estos escabrosos episodios
sicalípticos en su obra La Historia Natural de los pingüinos de Adelia .
Sus hallazgos quedaron así solo reservados a un selecto número de eruditos, para
los que editó el reservado folleto Los hábitos sexuales de los pingüinos de
Adelia. De hecho, ya durante sus observaciones en la Antártida, el
científico tuvo la prevención de escribir sus anotaciones más delicadas en
griego, para que los escabrosos detalles quedaran velados para la curiosidad de
los no preparados.
Ahora, el Museo de Historia Natural de Londres ha sacado a la luz aquel
cuaderno y lo ha incluido en una exposición sobre la expedición de Scott. Se
confirma de este modo esa ley implacable que tan bien conoce aquel que haya
intentado alguna vez guardar un secreto: todo en esta vida se acaba sabiendo.
Por eso, tal vez, la historia de los pingüinos que escandalizaron a Levick se
asemeja hoy tanto al desenlace agónico que parece estar hundiendo en los últimos
tiempos a una Europa en la zozobra.
Si durante décadas el científico inglés luchó por ocultar al mundo los
escarceos con la crueldad que estos simpáticos pájaros ataviados de frac
escondían, también nuestros gobernantes y economistas se afanaron durante años
en proyectar solo la cara amable del proyecto europeo que hoy se desmorona. Y
ello a pesar de que no fueron pocas las voces que alertaban del espejismo
neoliberal que se escondía tras del proyecto consagrado por Maastricht, donde se
asentaban definitivamente las bases de la desregulación y los recortes sociales.
El Viejo Continente asumía así como un nuevo dogma de fe la nueva economía de
casino que permitió enriquecerse por igual a especuladores inmobiliarios del
Mediterráneo y especuladores financieros nórdicos que durante estos años
prestaban dinero para jugar en la divertida ruleta del ladrillo o en la perversa
ruleta rusa del mercado de alimentos.
Hoy, con su disfraz de pingüino, los hombres de negro vienen a poner al
descubierto todo lo que trataron de ocultarnos. Fieles a sus instintos, esperan
de nosotros la sumisión precisa para consumar así la violación de nuestros
derechos sociales, económicos y políticos. Los más perversos incluso nos
aconsejaran que para evitar el sufrimiento lo mejor es quedarnos muy quietos,
como si ya estuviésemos muertos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del
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